El día de ayer
me vi en la situación de usar el Metropolitano en un horario en el que es
prácticamente imposible coger algún bus. Viajar como tamal, literalmente, teniendo que soportar que invadan tu espacio físico personal (entre otras
cosas), no es la cosa más terrible del mundo cuando te convences de que el viaje
durará poco. Una no debería acostumbrarse. Iba pensando que las autoridades
deberían hacer uso de los medios de transporte público para mejorarlos -porque
la experiencia es realmente aleccionadora-, cuando pasó lo siguiente:
En una nueva estación, una joven mujer que intentaba subir al bus, entre risas, dijo “estoy embarazada, cómo voy a
subir”. Acto seguido, un joven varón (lo parecía por su voz) desde dentro del bus
respondió: “¡Para eso abres las piernas…!”
“Para eso abres
las piernas”, ¿se imaginan? Giré mi cabeza en busca del origen de tan nefasta
expresión, pero no encontré de quién venía porque había demasiada gente. Me
atreví a decir “idiota”, esperando que el sujeto escucharía. Solo se oían las risas
de la gente que, aparentemente, viajaba con él; hasta que el jolgorio se vio interrumpido por la voz de una mujer (por la voz, era una mujer madura, <50). Decía
gritando cosas como: “desgraciado, maldito, de quién habrás nacido, acaso no
tienes madre…”. Ciertamente estaba ofuscada, y no era para menos.
La señora que,
aparentemente podía ver al tipo que había dicho tamaña estupidez, le increpaba
que se estuviera riendo de su hazaña. De ese montón de gente que yo veía, salió una voz:
“Qué le pasa, señora, ¿acaso sabe si he sido yo? Por qué grita, no sea
malcriada”. Durante unos minutos más, la discusión siguió. La señora se
mostraba cada vez más ofuscada, decía palabras que podrían considerarse
‘duras’, pero nadie la respaldaba. La gente que se atrevió a intervenir, lo
hizo para callarla, para decirle que era una exagerada.
De pronto
escuché a un varoncito a mi lado, que le decía a su enamorada (a la cual cogía
de la cintura desde que subimos al bus): “Está loca, para qué se mete en una
conversación que no es con ella”, y dirigiéndose a la señora, “ya cállese,
señora…; denle un Diazepam, o un Prozac”. Mi indignación traspasó el techo del
bus, pero me distraje pensando en decirle un par de cosas a este individuo que
se alucinaba psiquiatra (Digo, no me imagino que podría ser uno con semejante
comentario). Mientras tanto, muchas y muchos terminaban por lapidar a una
señora, que jamás se quedó callada, que fue la única ese día y en ese lugar,
que no tembló para hacerle frente a esta muestra de vil misoginia.
En cierto
momento alguien le pidió que se callara “porque habían niños en el bus”…, lejos
de reírme de lo absurda que era la escena, miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba rodeada de muchos hombres; pocas mujeres, pero sí un montón de gente
que me asustaba. No me atreví a decir nada y sentí mucha vergüenza de mí misma
por ello.
Entonces, ¿para
qué el feminismo? Simple. Una sociedad como la nuestra necesita de eso que los
desinformados llaman “ser radical”, para darnos cuenta de lo estúpidos y
estúpidas que a veces somos, de la necesidad que tenemos de sentir las cosas en
el propio pellejo para recién alistarnos en alguna causa, para abandonar el
doble estándar con el que medimos a los géneros, para dejar de violentarnos,
para conquistar la igualdad, para tener perspectiva y brújula al hablar de la
violencia… porque me tienen harta cuando algunos dicen: “pero a los hombres
también se les violenta” (con voz burlona lo digo).
Pero creo que
principalmente, al menos para mí, necesito al feminismo para que la siguiente
vez, no me quede callada.