lunes, 15 de agosto de 2016

Cómo se dice adiós

Sandra repasa por enésima vez las líneas de la cuarta página de la carta que le había escrito hace cinco años. Volvía a sentirse como entonces: confundida, enamorada, al borde del colapso. Después de dos años de una ruptura dolorosamente necesaria, de ausencias pactadas y anhelos culposos por el pasado, aun no comprendía por qué seguía esperanzada en que volverían a ser lo que fueron. No sabía por qué le quería aún tanto.

Se había decidido por la soledad amorosa, por salidas sin día después y citas autoeróticas. Era un buen plan. Comenzó por exorcizar su mente, no tanto así su cuerpo que, por el contrario, se convirtió en albergue de demonios mundanos. Se sentía libre de elegir sus malos pasos, ya no había por quién fingir perfección. Descubrió así, que era capaz de sentirse humana sin sentir culpa, capaz de quererse en muchas medidas que desconocía o que había olvidado. Cuando creía que se había conquistado a sí misma, cayó en cuentas que, la única persona a la que podría contarle con orgullo sus logros íntimos, no estaba más. Entonces se vio en la particular situación de cuestionar esos logros. No se sintió más una vencedora, vio aterrada que aún cuando intentaba salir a flote, solo conseguía hundirse más en su propia idealización. No le había olvidado.

Durante semanas intentó mucho de muchas cosas. Si le hablo, si le escribo, si le veo, si me lobotomizo. Olvidar era lo que quería, pero tampoco quería. Dos años después se había instalado en un sube y baja perpetuo, donde a veces le amaba con locura psiquiátrica y otras, le había olvidado como la amnesia misma. Un día, leyendo la cuarta página de la carta que le escribió hace cinco años, decidió que invertir tanto tiempo en un mismo dilema era por demás estúpido. Había ensayado olvidar a la fuerza y no fue suficiente. Intentó, nuevamente, razonar con el tiempo y los sentimientos, y no fue suficiente. Intentó decir adiós saludablemente, irse lejos de todo, cambiar de intereses, vivir fantasías pendientes, y le fue peor. Entonces, con ese historial en el tiempo y la idea sensata de que los clavos no sacan otros clavos, inició su ruta en reversa.

Reconoció que no conocía lo que quería olvidar y no quería. Se había aferrado tanto a ese patrón perfecto, a lo que creía que era el amor de su vida, que no se aseguró de revisar la verdad detrás de su verdad. La ruta en reversa le mostró insensatez, imperfecciones, realidad alterna, cosas que no había querido ver. Le hizo amarle más, pero en conciencia de que habían cosas que no amaba, que nunca amó. Pasados los días, se dio cuenta que siempre le amaría, pero que no lo suficiente como para esclavizarse.

El amor de mi vida hoy es uno, que no tengo conmigo, que tuve y adoré. Puede venir otro y otro y uno más y hasta que eso pase, tengo todos los días para decir adiós. No hay prisa, no hay metas, soy solo yo con mis recuerdos que me han traído hasta este presente. No hay arrepentimiento ni culpa, hay amor bonito que se repite cuando el dolor amenaza con irrumpir y la nostalgia funge de kamikaze. Hay dos personas que fueron más que dos y que siguen siendo buenas, únicas y especiales. Que ya no me ames no me desgracia, porque no me construyo a partir de lo que tú sientas. Te libero de mí y me libero de ti. Te amo sin esperar que lo hagas, te amo porque es mi elección. Pero no te confundas, ya fuimos y no pasa nada si no volvemos a ser.

Que cómo se dice adiós, no lo sé. Sólo sé que en esta eterna despedida me he encontrado más veces de las que me perdí.

lunes, 18 de abril de 2016

Maldita empatía

Hace unas semanas salí a divertirme con mis compañeros de trabajo a una discoteca. Somos los raros de la chamba, porque no practicamos la heterosexualidad. Todo un escándalo. Francamente fascinante. Fuimos a una discoteca de ambiente y pronto nos pusimos a tono con la música y el alcohol. Yo era la única chica y no veía la forma de encontrar una acompañante; todas parecían estar emparejadas, y además soy bastante cobarde para pedirle a alguien que baile conmigo. Creo que soy de las que esperan que la inviten, pero no porque soy pasiva ni esas estupideces que a las jóvenes lecas les gusta decir; simplemente, soy una maricona.

Entradas las horas, el alcohol había terminado por penetrar más allá de lo sensato y yo estaba  ‘a tono’. Bailábamos en grupo cuando de pronto, sentí una presencia bastante cerca. Era otra chica. Me sorprendí porque durante toda la noche no había podido llamar a atención de nadie. Estaba un poco descolocada así que no pude verla bien, pero noté que era algo robusta. Me dijo que quería bailar y yo accedí. Cuando sentí su cuerpo cerca al mío y sus manos tocándome con un permiso que jamás había dado, es que me di cuenta. Se trataba de una mujer entrada en kilos. En realidad era bastante robusta y no podía dejar de sentir su barriga contra mi cuerpo.

Confieso que la gordura exagerada no me agrada. Pero en general no juzgo a la gente por su peso. He amado a muchas gorditas y no he tenido problemas con ello antes;  sin embargo, aun cuando no disfrutaba del momento, no podía dejar de bailar con esta mujer. Mis amigos, luego de ayudarme a zafar de aquello, me preguntaron por qué seguía bailando con ella; para ellos yo lo estaba gozando. Pero no, para nada. Es sólo que no podía dejar de pensar que no quería hacerle daño. No quería que pensara que no me agradaba por tener sobrepeso.

Pensaba que la podían haber rechazado antes, que en el colegio la deben haber molestado mucho, que alguna novia tonta la dejó por otra poniendo de excusa su peso, y cosas por el estilo. No quería rechazarla, no quería hacerle sentir mal. Y con esto, hice mucho más que ponerme en su lugar, sino que me fui de cara. La victimicé. La vi como alguien que de por sí tiene que sufrir, di por sentado que ella se siente mal con su cuerpo, que lleva una vida miserable por tener kilos de más, por ser gorda.


Ahora que lo veo desde otro punto de vista, maldigo mi empatía; porque se deja llevar por prejuicios y nubla mi juicio. Lo que debí haber hecho es rechazarla, no por gorda, sino porque me tocaba sin permiso, porque me hizo sentir incómoda. Puse mi empatía prejuiciosa por encima de mi asertividad y perdí mi oportunidad.

viernes, 4 de marzo de 2016

Sobre el dolor, la muerte y por qué no, la vida.

Yo no soy vida. Muchas veces creo que soy muerte y creo que lejos de desearla, la espero con paciencia, a veces esperanza y otras pocas con indiferencia y también miedo. Soy de las que defienden la decisión de muerte como en la eutanasia o el suicidio. Creo que deberían haber leyes que puedan asegurar a las personas morir de forma "digna", luego de haber pasado por un proceso de Consejería que les permitiera evaluar las implicancias de tomar una decisión como esta. Estamos siempre muy alertas a las cuestiones más físicas que ignoramos las cuestiones mentales. 

El dolor físico encuentra un alivio inmediato en la mayoría de ocasiones; pero el dolor psíquico es hasta impenetrable en esa misma frecuencia. Por eso cuando a una víctima de abuso sexual se le piden pruebas físicas de haber sido vejada, cuando a una mujer que quiere abortar se le dice que solo lo hará si su vida está en peligro, me indigno, me molesto. Qué carajos sabe la gente del dolor que se siente y se sufre tras un episodio de abuso, qué coño saben los 'pro vida' sobre el dolor de llevar dentro algo que no se desea y que amenaza nuestra vida de una forma no tangible.

Llevo deprimida casi toda mi vida, y no me cuesta tanto entender ese tipo de dolor. Aun así, qué derecho tengo yo sobre las decisiones en la vida de las demás personas. Y por qué los otros y otras creen tener ese derecho sobre esta experiencia de vida que me pertenece. Particularmente, creo que de haber muerto por cuenta propia hace ya varios años, no hubiese tenido la hermosa oportunidad de entrometerme en la vida de las personas que hoy en día quiero o considero importantes; tal vez, de haber tenido la posibilidad, me hubiera arrepentido de no haber vivir todo lo vivido. Pero quién mejor que una misma o uno mismo para comprender los umbrales del dolor, los límites, los 'hasta aquí'. Le tenemos miedo a casi todo lo que desconocemos y esa limitación es realmente aterradora.

Yo creo en las posibilidades que la muerte le puede dar a la vida. Creo que la moral con la que nos crían, nos lleva a pensar que somos cobardes o egoístas cuando intentamos protegernos o cuidarnos. Para mí, lo cierto es que cuando te conviertes en polvo, dejas de ser relevante. Porque esta vida, no es una oda a la muerte, sino a la vida, sea como sea ésta.

miércoles, 24 de febrero de 2016

¿Para qué el feminismo?

El día de ayer me vi en la situación de usar el Metropolitano en un horario en el que es prácticamente imposible coger algún bus. Viajar como tamal, literalmente, teniendo que soportar que invadan tu espacio físico personal (entre otras cosas), no es la cosa más terrible del mundo cuando te convences de que el viaje durará poco. Una no debería acostumbrarse. Iba pensando que las autoridades deberían hacer uso de los medios de transporte público para mejorarlos -porque la experiencia es realmente aleccionadora-, cuando pasó lo siguiente:

En una nueva estación, una joven mujer que intentaba subir al bus, entre risas, dijo “estoy embarazada, cómo voy a subir”. Acto seguido, un joven varón (lo parecía por su voz) desde dentro del bus respondió: “¡Para eso abres las piernas…!”

“Para eso abres las piernas”, ¿se imaginan? Giré mi cabeza en busca del origen de tan nefasta expresión, pero no encontré de quién venía porque había demasiada gente. Me atreví a decir “idiota”, esperando que el sujeto escucharía. Solo se oían las risas de la gente que, aparentemente, viajaba con él; hasta que el jolgorio se vio interrumpido por la voz de una mujer (por la voz, era una mujer madura, <50). Decía gritando cosas como: “desgraciado, maldito, de quién habrás nacido, acaso no tienes madre…”. Ciertamente estaba ofuscada, y no era para menos.

La señora que, aparentemente podía ver al tipo que había dicho tamaña estupidez, le increpaba que se estuviera riendo de su hazaña. De ese montón de gente que yo veía, salió una voz: “Qué le pasa, señora, ¿acaso sabe si he sido yo? Por qué grita, no sea malcriada”. Durante unos minutos más, la discusión siguió. La señora se mostraba cada vez más ofuscada, decía palabras que podrían considerarse ‘duras’, pero nadie la respaldaba. La gente que se atrevió a intervenir, lo hizo para callarla, para decirle que era una exagerada.

De pronto escuché a un varoncito a mi lado, que le decía a su enamorada (a la cual cogía de la cintura desde que subimos al bus): “Está loca, para qué se mete en una conversación que no es con ella”, y dirigiéndose a la señora, “ya cállese, señora…; denle un Diazepam, o un Prozac”. Mi indignación traspasó el techo del bus, pero me distraje pensando en decirle un par de cosas a este individuo que se alucinaba psiquiatra (Digo, no me imagino que podría ser uno con semejante comentario). Mientras tanto, muchas y muchos terminaban por lapidar a una señora, que jamás se quedó callada, que fue la única ese día y en ese lugar, que no tembló para hacerle frente a esta muestra de vil misoginia.

En cierto momento alguien le pidió que se callara “porque habían niños en el bus”…, lejos de reírme de lo absurda que era la escena, miré a mi alrededor y me di cuenta de que estaba rodeada de muchos hombres; pocas mujeres, pero sí un montón de gente que me asustaba. No me atreví a decir nada y sentí mucha vergüenza de mí misma por ello.

Entonces, ¿para qué el feminismo? Simple. Una sociedad como la nuestra necesita de eso que los desinformados llaman “ser radical”, para darnos cuenta de lo estúpidos y estúpidas que a veces somos, de la necesidad que tenemos de sentir las cosas en el propio pellejo para recién alistarnos en alguna causa, para abandonar el doble estándar con el que medimos a los géneros, para dejar de violentarnos, para conquistar la igualdad, para tener perspectiva y brújula al hablar de la violencia… porque me tienen harta cuando algunos dicen: “pero a los hombres también se les violenta” (con voz burlona lo digo).

Pero creo que principalmente, al menos para mí, necesito al feminismo para que la siguiente vez, no me quede callada.